Vivir para educar y contar lo vivido como experiencia educativa

Estaba sola todavía pese a lo avanzado de la tarde. No estaría así por mucho tiempo. Había fumado ya el último cigarrillo, con los codos reposados sobre las rodillas y el mentón descansado entre la unión de las palmas de las manos, ahora se encontraba absurdamente aburrida mirando la gente pasar, como la canción esa del flaco llamado Calamaro que siempre tarareaba en la escuela.

Sentada sobre la banca de un parque a media tarde mientras las hojas se dejaban llevar por la suave brisa y golpeaban ligerito su rostro. Pasaba la gente y hacia frío. Estaba helada y un café no le vendría mal, pensó. Así, de un café pasaría a una conversación con algún tipo y de ahí a una copa de vino, a un bar luego y finalmente, a un efímero apartamento de su casual amante. El último.

Foto: Youth Noise

Era delgadísima, finita, de ojos bastante grandes y mirada furibunda a veces, otras tenía la capacidad de enternecer con sólo posar los ojos sobre alguien. Sobre algún ingenuo malicioso, decía ella.

Apenas había cumplido 19 y desde hace dos años, desde aquella fiesta en la que conoció a Rodrigo, su primer novio, la vida le cambió por completo. Descubrió el placer de saberse poseída carnalmente, leyó a Pizarnick y a Platt, pensó como ellas. Entendió al licor como una extraña forma de aligerar los interminables problemas con sus padres y dejó de importarle todo lo que no sea vivir a mil y experimentar todo aquello minimamente excitante.

Sus padres eran muy tradicionales, la cuidaban lo suficiente como para que desconozca las fiestas, no la dejaban salir en demasía con los amigos y no habían permitido que tenga novio. Así descubrió el placer de masturbarse por unas revistas pornográficas olvidadas por su hermano, que leyó hasta saciar su candorosa curiosidad. Creyó que eso era el amor. Y quiso amar. Esa noche se tocó torpemente la entrepierna sonrojándose mientras sus dedos la tanteaban como ciegos, tropezándose. Comprendió entonces que lo mejor era buscar ayuda de algún chico. Que prefería compañía para aprender a amar.

No tardó en conseguir pretendientes, en pocas conversaciones con chicas de mayor edad, entendió que el sexo era doloroso en su primera vez y placentero y hasta adictivo en las siguientes. Se reunía con sus amigas para ver películas de alto contenido sexual. Se reían, se sonrojaban y algún calorcito desconocido las sorprendía descargando miradas inquietantes. Se veían con la respiración entrecortada. Esas noches se repetían los fines de semana y una de las amigas decidió mejorarlas. Llevó algo de licor para hacer de la experiencia más excitante. Entonces se emborrachaban y hablaban de chicos, del sexo, de sus experiencias inventadas.

Lo hacia a escondidas, decía que se quedaba en casa de la amiga para alguna pijamada o tarea alguna pendiente de la escuela. Una de las chicas vivía sola, era la mayor del grupo y la única con experiencia sexual más allá de las palabras inventadas. No era muy agraciada, pero sus ansias por experimentar y su entrega hacia el objetivo, le habían permitido conquistar algunos buenos galanes. Ella sólo pensaba en la sensación de sentir a otro cuerpo en su interior, sentía y recordaba los versos de Pizarnick. Recorría su cuerpo como esperando a que alguien la tocara. Apenas tenía 15.

El cumpleaños era de Mariana, en realidad la excusa. La fiesta era una organizada por unos universitarios que conocieron alguna vez en un club. Fingiendo ser mayores consiguieron ser invitadas. Para entonces las discusiones con sus padres por su distinto comportamiento y sus vestimentas ligeras se habían incrementado. Papá había discutido con ella esa noche y cancelado el permiso para el supuesto cumpleaños. Ella había escapado.

Foto: Teen Help

Se encontró con las otras chicas y bebieron por unas horas, anticipando que así tendrían mejor ánimo frente a los chicos y evitarían la vergüenza. Llegaron a la fiesta, prometieron no separarse y estar atentas entre ellas. Cuidarse. Jamás lo hicieron. Cada una consiguió algún pretendiente y eso fue todo, ebrias y con poco criterio, se dejaron llevar por una fiesta atestada de alcohol y drogas. Ellas eran nuevas, eran las menores y todos los chicos de esa casa lo sabían.

Ella evitaba tomar demasiado, recorría la casa con una cerveza en la mano, abrumada por el ruido y por los chicos que le sonreían y decían alguna que otra frase enamorada, bailaba sola o con algún chico, luego lo dejaba y buscaba otro. La clave era no quedarse demasiado con ningún chico, eso habían planeado hasta que apareció Rodrigo. Un tipo de apariencia tranquila, simpático y algunos años mayor que ella.

Se conocieron y bailaron toda la noche. Él la besó y le enseñó los distintos tragos de la noche, bailaron y volvieron a besarse. Ya tarde le enseñó algo que podría hacer que se le quitara el cansancio por tanto baile, ella aceptó. Era marihuana y aunque nunca había fumado se sintió segura en brazos del muchacho. Pestañeó y estaba en uno de los dormitorios, besándose excitados. Seria su primera vez.

Después de esa noche ella lo llamaría para repetir lo de esa velada, la marihuana, la cerveza y sobre todo el sexo. Pasaría de la marihuana a la cocaína y de ahí a drogas más sofisticadas. Pequeñas pastillas de composición sintética que la hacían desear beber únicamente agua y la sacaban del planeta. La relación con sus padres empeoraba.

Foto: Daily Mail

Empezó entonces a desinteresarse de la escuela frecuentar nuevos “amigos”, gente mayor que le ofrecía toda la amistad del mundo a cambio de que se pueda conseguir algo de marihuana y luego, que pudiese repartirla entre sus amigos de la escuela. La relación con Rodrigo terminó por quebrarse, como todas sus relaciones, las de amiga, las de amante, las de hermana mayor, la de estudiante, incluso la de hija. Se volvió adicta y la soledad su compañía.

Esa tarde, la del parque en la banca, después de apagar el último cigarrillo y decidirse a tomar un café, conoció a Ernesto, un tipo de 25, de buena presencia y acomodado. Iría con él a tomar unas copas, a un bar y finalmente a su apartamento. Fumaría marihuana, luego coca hasta inflamarse las venas y atrofiarse las fosas nasales. Esa noche, arrepentida quizá por todo lo hecho, en pleno estado alucinante, tuvo la fuerza de escribirle un mensaje de texto a su madre, te quiero, decía y fue lo último. Su corazón no tuvo igual coraje y se detuvo. El día siguiente amaneció sin ella.

Fue una victima más de las drogas, hizo lo necesario para acortar su vida. Fue una amiga inolvidable mientras estuvo entre nosotros. Fue parte de esa ignorancia que nos hace arrepentirnos por no ayudar del todo a quienes pierden la noción de lo correcto. Como reza un verso de Pizarnick, a veces, “Hace tanta soledad, que las palabras se suicidan”. Ella no supo interpretar esa última frase, pero siempre la dejaba escrita en hojas y carpetas.