Era mediodía y el bus público venia casi lleno, en uno de los primeros asientos, casi detrás del conductor y en el lugar más cercano a la ventanilla, una mujer bastante guapa llevaba un moderno móvil entre las manos, distraída conversaba con entusiasmo con algún afortunado varón. La sonrisa de esa esbelta mujer que tanto llamaba la atención sería opacada en unos minutos por un desgarrador grito.
Foto: Chimbaronguino
Habían pasado no más de 20 minutos desde que el bus se detuvo en una ocasional paradero y la airosa morena subió las gradas para dejarse ver, y de inmediato, sin querer queriendo, se hizo ladrona descarada de todas las miradas masculinas ahí presentes, incluida, claro, la del amable conductor que no pudo evitar descender la velocidad y valerse del espejo para observarla el mayor tiempo posible hasta que sus prodigiosas curvas escaparan del alcance del retrovisor.
Levaba un vestidito blanco, bastante corto y la poca luz del día nublado bastaba para hacerlo casi translucido, bastaba esa poca luz y esa poca tela para imaginar que la delgadísima prenda se haría en algún momento, una sola con su piel. Dicen, para suerte de los ahí afortunados presentes, soñar no cuesta nada.
La mujer ahora jugaba con sus aretes, se los había quitado seguramente ante el calor del bus que ya alcanzaba a sofocar por el exceso de gente. Con la otra mano tomaba el moderno móvil mientras soltaba sonrisas y palabras coquetas al tipo del otro lado de la línea.
De pronto, inesperadamente, un joven que había pasado completamente desapercibido por todos se acercó a la puerta de bajada del bus a pocos metros de que éste se detuviese en el paradero, al pasar al lado de la inquietante mujer, estiró felonamente el brazo y con una velocidad sorprendente, le arranchó el aparato telefónico. La mujer sólo atinó a dar un grito seco, quizá de miedo, de cólera o de auxilio. Nadie la ayudó.
El insospechado ladrón aceleró el paso y veloz bajó de un salto para luego correr hasta perderse en el mar de personas que a esa hora, casi mediodía, acumulaban la acera. Curiosamente, segundos después del hecho fortuito, el día se aclaró repentinamente y sus rayos atravesaron las ventanas. Era demasiado tarde, el bus enteró se hallaba en un silencio sepulcral ante la desconsolada cara de la pobre mujer que había sido violentada y hurtada tan violentamente.
Es cierto, nadie hizo nada para evitar que el muchacho lograra robarse el teléfono móvil de la chica. Ni siquiera yo que estaba sentado a su lado. Quizá porque muy tarde me percaté de las intenciones de aquel ladronzuelo o porque no tuve capacidad de reacción, el necesario para adelantarme a la vil acción y ser el héroe de la muchacha al capturar al delincuente. Tal vez un policía o un militar habrían logrado impedir el acto.
La sensación que la mayoría de personas luego de ese suceso fue de pena por la mujer y luego, de impotencia por no poder hacer nada para evitarlo. Esa impotencia que a algunos les hace razonar sobre el por qué de algunos actos humanos que los degradan y que sin embargo, cada vez con el pasar del tiempo empiezan a hacerse tan comunes que hasta parece que los aceptamos sin mayores problemas.
No hay ciudad en la que la inseguridad haya dejado de ser considerada un riesgo latente, cada vez con mayor frecuencia robos, disturbios e incluso actos de violencia se suceden en cualquier parte, incluso en sitios tan inesperados como la vía pública. Cada vez son más comunes las noticias de robos y asaltos en las modalidades menos pensadas, cada vez resulta mayor la desconfianza entre las personas y se incremente aceleradamente las medidas de seguridad que debemos tomar para mantenernos seguros.
Es irónico ver que cada vez los propios ciudadanos se adaptan a la situación de violencia e inseguridad que prolifera, y se convierten en actores pasivos e indiferentes. Se hacen de la vista gorda ante un hecho como un robo o un conflicto cualquiera, llámese discusión o abuso de violencia. Las personas suelen apartarse del problema y concientizarse de que no les incumbe.
Esto puede ser resultado de un notorio déficit de valores, de una falta importante de solidaridad y respeto, la mínima que una sociedad debe considerar para poder convivir en paz.
Hacer de lo anormal algo normal, volverlo cotidiano es un síntoma de que las cosas no van bien en cuestión de valores. La personalidad del ser humano se está viendo fuertemente afectada por el bombardeo incesante de actitudes negativas que inclinan la balanza hacia la búsqueda del individualismo, lo superficial, el sexo, el dinero y los placeres pasajeros. Los medios de comunicación cada vez menos se preocupan por inculcar valores y buenos mensajes basados en la educación.
Foto: Redondo
Es más comercial un video de un dibujo animado que incentiva a la violencia y al uso de la fuerza para imponerse al contrincante, que un video educativo que influya posiblemente en una conducta correcta guiada por los buenos valores y normas de vida de conducción correcta.
La educación ha dejado de ser para muchos un factor importante en sus vidas, especialmente para los jóvenes de lugares urbanos bastante afectados por la poca posibilidad de trabajo y por la miseria. Estos muchos encuentran en la calle aquello que no son capaces de recibir en un hogar en muchos casos desunidos y en una escuela que en la mayoría de veces, carecen de la fortaleza para poder retenerlos.
Entonces la interrogante viene por saber qué parte del proceso social está fallando, si es el programa educativo que no es lo suficientemente fuerte para formar adecuadamente a una juventud con amplias posibilidades de desviarse por la mala vida, o si es un problema social mucho más profundo y no sencillo de solucionar con un simple cambio de formato educativo.
En fin, ese día, al regresar a casa también utilicé un bus como medio de transporte. Esta vez, como ironía de la vida, 6 oficiales de policía estaban cómodamente sentados en los últimos asientos. Ese viaje de regreso sería bien resguardado, pensé..
Foto: Roberto Zucco
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