En un mundo inmerso en el desarrollo tecnológico, donde abrimos las puertas con mandos a distancia y guiñamos un ojo con un emoticono, cada vez se hace más difícil convencer a los niños de que no hagan tanto uso de las calculadoras.
La máquina, que en principio fue diseñada para facilitar el trabajo, acaba limitando la potencialidad del alumno. Su empleo en el colegio tiene sentido, puesto que ahorra tiempo al estudiante, quien puede aprovechar para focalizar en el razonamiento del problema o para avanzar en su enseñanza.
Pero si se empieza a utilizar de forma automática, rutinaria e indiscriminada, va restringiendo el desarrollo cognitivo y la autonomía del que teclea. Le coloca en una situación de indefensión o bloqueo cuando no cuenta con ella, llegándole a privar del mínimo esfuerzo al emplearla incluso para sumas elementales, lo que a la larga le dificulta nuevos aprendizajes de cursos superiores.
Aunque a partir de los 12 o 14 años la computadora es un elemento más junto al cuaderno y el bolígrafo, es curiosamente a estas edades cuando estadísticamente los estudios muestran una disminución de la capacidad de cálculo.
Al final todo esto se refleja en un bajo rendimiento en la asignatura de matemáticas, y en un deterioro de la velocidad en cálculo mental. ¡Menos mal que con los videojuegos, al menos potencian la visión espacial!
No tiene sentido prohibir su manejo de forma radical, sino restringirlo a situaciones específicas como comprobaciones de resultados o cuando sea un medio para agilizar y comprender otras didácticas.
Por lo tanto, no se trata de debatir su presencia o no en las aulas, sino en optimizar su función, sin llegar al abuso.