Recuerdo que de niño, me apiadaba de mis primos ya que tenían algunas restricciones, aún dentro de su período de vacaciones de la escuela. En efecto, vivíamos en hogares distintos. Ellos tenían un cierto mecanismo de control a la hora de sentarse a ver la televisión y era su padre quien digitaba que era lo que podían y no podían ver. Evidentemente, esto puede resultar una buena medida para controlar los contenidos que llegan hasta la mente de un niño, sin embargo, el proceso en sí mismo y, en buena cuenta, el que lo regula, puede caer en la ofuscación. Por ejemplo, mi tío –el padre de mis primos- les prohibía ver programas infantiles como el Chavo del Ocho, aduciendo que las malacrianzas y comportamientos de los personajes de este programa eran imitados por sus hijos y habían aprendido a contestarle mal ante las indicaciones u órdenes que el daba en su casa.
Puede que haya tenido razón, pues el niño, utiliza la imitación como herramienta de integración social al buscar que incluirse en grupos que son de su preferencia o simplemente para ir forjando su identidad dentro de la sociedad. Por otra parte, los comportamientos del programa mencionado, simplemente, se podían interpretar como inocentes travesuras pero haría falta fomentar el espíritu crítico en el niño televidente.
Imagen tomada de Flickr por eti
Lo mismo se podía pensar de otros programas. El asunto pasa por el rescate que se haga de los contenidos de los mismos. Me gusta utilizar analogía del arroz para ilustrar este punto. Por ejemplo, se nos entrega un costal de arroz para el consumo. El producto viene en bruto y de hecho sabemos que es un alimento de calidad pero antes de consumirlo hay que escogerlo y luego cocinarlo.